PICHI EPEW: MUERTO VINO CARBÓN Y PIEDRAS Por Javier Milanca

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MUERTO VINO CARBÓN Y PIEDRAS.
Javier Milanca Olivares

MUERTO

Yo lo vi pasar y deshacerse, sombra de manta y botas de goma. Lo vi achuñuncarse en el vacío espeso, Lo vi desplomarse en plena calle, lo vi dejarse morir antes que lo alcanzara la verdadera muerte y lo oí dando su último grito de bagual vencido. Fue claro que todos lo vimos derretirse de rodillas, guardarse sin resuello, caer de sorpresa. Pero todos es igual a nadie, y así, nadie le dijo que venía un camión cargado de maderas, ni al camión nadie le dijo que había alguien de hinojos en el camino terco y oscuro. La máquina nunca se detuvo, es más, aumentó su velocidad al darse cuenta que había dejado tras de sí a un bulto sin agonías y se perdió en las cortinas bruscas de la noche. Corrimos a ver el cuerpo tendido para tratar de reconocerlo. La cabeza estaba cubierta por un pasamontañas de lana cruda que no dejaba ver su cara, el cuerpo naufragaba entre su manta agreste y a pesar de eso ya todos sabíamos quien era sin asegurarlo. El gorro contenía el espanto del rostro pero no podía contener sus sangres furiosas y las aguas terribles de sus sesos corrían calle abajo como si buscaran un rio.

VINO

No quedan marcas de una vida cuando recién se muere de accidente, cuando una calle queda rota por las gubias filosas de la sangre vertida. Y a pesar de que en el aire ronda esa memoria de trizadura no es fácil perseverar en lo que ha vivido y ya no está. Se persigue la hebra sinuosa de los acontecimientos buscando conformidad, la absurda resignación de decir que se conoció al finado vivo, como si la muerte bastara por sí misma para explicar toda una vida. De pronto, todos aseguraron que era él, el que pasaba cantando a mexicano perdido “A la luz de una vela de cera” o “Las flores de tu florero” como si fuera una aparición que repetía borracho las rancheras de los bares,  vociferando para que le abran las puertas de su casa o de alguna estrella amable, en fin de alguna buena fortuna para que su aullido sea la venganza contra los dioses canallas de este mundo ajeno.  A veces también se le oía murmurar en la lengua de estas tierras, recordando el zungun  que había desparecido como el río por donde ahora mismo había calle, la calle que lo recibió de rodillas en plegaria, firme y derecho hacia la muerte y la sangre.

CARBÓN.

La noche se llenó de trámites, tumultos, policías y escribientes, la vieja muerte puede ser una primicia. Nuestra calle deshabitada de novedades de pronto se vio atiborrada con los ojos intrusos convocados por el bisbiseo curioso que produce ver un  cadáver. Se escucha muchas veces decir al aire: ¿y quién era? como si al nombrarlo se reconstruyera su origen. Entre muchos que no saben nada comienza a armarse el árbol de su presencia: era el mapuche, el que vendía carbón, el hijo mayor de la mapuche vieja que casi nunca se la veía, Milla cuanto Milla lef Milla donde, Milla no sé. Finalmente se encuentra: Millaleo. Lo habían visto pasar en la mañana nomás vendiendo carbón casera y su grito era el que despertaba a los niños para la escuela y el sonido de su carretilla oxidada abría las puertas de los nuevos días. Pocos hablaban con él, pero decían que por las tardes luego del carbón y el afán de la vida completaba la jornada con vasos de vino alegrón y volvía río arriba cantando canciones o gritando rabias.

PIEDRAS.

En esa calle de tragedia y piedras corrió alguna vez un río. Un río que fue Grande, contaban los antiguos, que sin notarse empezó a hacerse pequeño y un tiempo después se podía cruzar con sólo arremangarse los pantalones, después saltando de piedra en piedra hasta que de pronto se cruzó caminando y al final se construyó sobre su esqueleto vacío una calle sin ninguna memoria. Que en esas orillas trasformadas en pampas vivieron las últimas familias Williche que desheredadas tuvieron que irse marchando, despareciendo de gota en gota igual que las correntadas. Que colonos afuerinos robaron esas tierras a precio de arena sin dejar que nadie viva, pero que finalmente los gobiernos pagaron a precio de oro para hacer poblaciones y atiborrar a los pobres. Que la última familia que siempre quedó cuidando esas pampas fueron los Millaleo, los que sobrevivieron vendiendo carbón de casa en casa. Fue en medio de ese bullicio de confesiones y de historias  que apareció desde alguna parte la madre del difunto. Venía andando altiva  como siempre la habíamos visto con su bastón de Temu, con su respiración de ariete descompasado y su pañuelo de flores amarrado en la cabeza. No miró a los lados, siempre su vista se mantuvo al frente, hacia dónde venía el río que alguna vez corrió. Detuvo sus pasos cansados y  firme en su cuerpo robusto se encontró con el hijo que ahora yacía entre las piedras con el cuerpo inerte como si fuera una isla flotando en la noche. La madre del carbonero entonces comenzó a llorar o a cantar, nadie distinguió el lamento pues el reciente parpadeo de la muerte lo hacía todo más íntimo y sin definiciones. Al terminar, arropada en un silencio espeso, se reincorporó de la pesadumbre, dejó los trámites fúnebres a los expertos y volvió a su casa. Todos nosotros, ahora convertidos en una fila que custodió su marcha, la vimos caminar siguiendo la ruta de la calle que fue un río antiguo sabiendo ella que el último custodio se había muerto en el mismo lugar en que lo habían hecho hace años las aguas sonoras. Allí quedaban los últimos vestigios de los dueños de estas tierras, cumpliendo el final de desaparecer  convertidos en una nada y la nada no tiene  wüñoltun, porque las estirpes  son como los ríos, que si no llegan al mar no podrán cumplir con el rito de volver y se perderán de la tierra y de la memoria para sempre.



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