PICHI EPEW: LAS HERMANAS KONA Por Javier Milanca Olivares


Imagen relacionada

LAS HERMANAS KONA.

Por Javier Milanca Olivares

Las hermanas Kona vivían solas. Aunque decir solas está demás pero es por esa mala costumbre de soledear a las mujeres cuando no tienen hombre. Y más encima ellas que no lo andan echando en falta ni lo andan pidiendo pues lo más bien entre las dos se saben tejer deleitosa compañía. Estas hermanas vistas de lejos parecían tener un transcurrir  enojón y bravo, pero miradas bien de cerca resultaban muy risueñas y parlantinas. Se decía que a veces, incluso, se ponían fiestongueras cuando la chicha de manzana les salía picantosa y espumarada como que se les subía al sobrado, y daban hasta de saltitos igual que esas chincolas colimochas cuando se alborotan con el grano.  Hay  que contar que se juntaban poco con la gente y era muy común verlas esperando micro en el  camino y aunque el carácter se les ponía arisco, igual daban los días y las tardes con mucha música y deleite. Eran  malencaradas en  la fila del banco, respingonas en la bodegas y mal agestadas en todos los trámites de pueblo, seguro para espantar cercanías estorbosas o evitar tener encima falsos resuellos, de esos que abundan en la ciudades.  Ambas eran mujeres williche de severas trenzas en que unas canas pintonas de blanco hacían armonioso telar. Tenían el carácter de hierro que anuncian los surcos de la frente y que no conseguían ablandar con la vanidad rústica de pintarse de azul el contorno de los ojos y acentuar el morado de sus labios pequeños con lápices de tinte cereza. Les contorneaban a ambas sus caras unos grandes chaway antiguos que dejaban escuchar su tintineo desde lejos en las pampas cuando  iban detrás de sus ovejas cimarronas.  A veces se soltaban el pelo en  lo soledoso del campo y las cabelleras les flotaban al viento como si fueran choapinos regordetes azotándose en la furia del buen kuruf. Pero lo que enardecía envidias, la más verde de las envidias era la belleza sin igual de las enjundiosas flores que reventaban en el jardín delantero de su casa donde se armaba una  grande algarabía eterna de abejorros y picaflores, llamados con premura por la albricia multicolor y la fertilidad inconmensurable de su  polen cautivante.  Mientras los jardines de los demás languidecían en la terquedad de un gris sin brillo, a pesar de los esfuerzos terrestres aplicados a la vista y los secretos mágicos aplicados a escondidas, en el de ellas se enardecían cada vez más regordetas, robustas las flores más hermosas cuya belleza deslumbrante y colorinche no moría ni en los inviernos más oscuros ni se secaba en los veranos más calcinantes.
Las más de las veces, cuando las pesadas labores del campo lo requerían, contrataban hombres del lugar, faeneros sin mucho destino, empleados sin otra suerte que ser contratados por algunas monedas y suculentos almuerzos. Pero no tanto tampoco, porque ellas insistían en que se lo arreglaban en todo solas, de lo más bien y sin escandaleras. En esas compañías, siempre impertinentes e intrusonas es que algunos husmeadores las vieron a ellas acercarse  más de lo prudente, andarse tocando sinvergüenzonas por los rincones de la casa, dedicarse las canciones más cebolleras de la radio con miradas de furtiva coquetería y hablarse con ese silencio de animalas de cerro cuando el aire les traía a sus narices la humareda de amor que efluía del respirar en celo de la otra. Y es en esas en que el finadito Culo de Lata, las vio y no pudo no verlas. Sólo una vez, tempraneras, bañándose en  la tina de madera. Las vio acicalarse en la contentura de sus pieles resbalosas, en ese manoteo alborotado de amor en inmensa marea, desnudas de sus chaway y presas de sus ansias libres, felices de ser insolentas frente a los dioses castos, gozándose en sus caldos que emanaban febriles y en los que se remojaban amándose con pies, manos y hasta con sus lenguas que chocaban como si fueran dos balas locas en el torbellino de la saliva, reventando sus cráteres mojados más íntimos, como si nadie las viera, sólo el  agua que al terminar, botaban en el jardín de las flores en ceremonia lenta, apaciguada, cantando un bello ül de amor satisfecho.
 “Era como ver a dos tijeras peleando”. Anduvo contando por algún tiempo más allá de lo prudente el Culo de Lata. Y lo siguió contando y contando, hasta que la vida le permitió abrir la boca, porque una mañana de Jotes volantineros lo encontraron desnucado en una bajada resbalosa de escarcha. Es que le hacía al trago también, es que se le arrancan los chivos pal monte también, dijeron repartiendo opiniones sin decir lo que debía decirse y por supuesto todos supieron lo que no se había dicho y nunca nadie jamás dijo saberlo.

Y entonces las siguieron llamando las Hermanas Kona, aunque todos sabían que no eran hermanas. Nunca lo gritaron ni a escondidas ni en descampado, ni sobrios ni en borracheras. Sólo continuaron gritándolo las flores de su jardín que seguían floreciendo en la lujuria de la tierra regada lanzando al mundo sus colores desquiciados pues estaban regadas con las aguas secretas del amor más puro de la tierra.

Comentarios

Entradas populares